sábado, 10 de mayo de 2014



Cada palabra se convierte en ruido. Ruido estridente y sordo a la vez. Un ruido como un murmullo ininteligible, como el de un pájaro desconocido y afónico cantando. En el aire. En alguna parte.
Yo te hablo y no me entiendes. Yo hablo de verde y tú de rojo.
Es como si no viviéramos en el mismo mundo.
Caminamos de la mano por el mismo camino, por el mismo campo, pero tú sólo piensas en cómo pincha la hierba y lo molestos que son los zumbidos de las abejas, mientras yo, sólo quiero sentir el sol en la cara, respirar aire puro y comer moras silvestres.
Vamos por el mismo camino, pero es un camino que yo ya conozco y tú pisas por primera vez. Yo ya sé que la hierba pincha y que las abejas zumban, pero he superado esa barrera y ahora quiero olvidar lo molesto y disfrutar del resto.
La vida es pasar por lo malo lo más rápido posible e intentar parar, diluirse, disfrutar completamente sólo de los buenos momentos. De las buenas sensaciones. Del sol en la cara.
Te hablo, desde el otro lado del camino para avisarte de que es un camino que se acaba y que si no lo disfrutas, llegarás al final y quizá lo que haya ahí sea una ciénaga, o unas arenas movedizas y que quizá eches de menos que todo el problema sea una hierba un poco afilada.
Pero no me escuchas.
No quieres escucharme.
Soy ese pájaro afónico gritando en el aire para salvarte. Pero tú no quieres. Tú no hablas mi idioma y estás demasiado ocupado con el zumbido de las abejas para intentar entender nada más.
Ya nada pasa a tu alrededor.
En tu camino de dudas y quejas no hay tiempo para el aire puro.
En tus pasos débiles y quebradizos no hay sitio para saltos, carreras ni bailes.
Y cuando llegues al final por el que yo llegué, cruzaré la ciénaga, sortearé las arenas movedizas, y tú que sólo pensarás en si el olor es desagradable o si la arena está muy caliente, te hundirás y yo, de nuevo, tendré que seguir andando sola.

miércoles, 7 de mayo de 2014




Todo el mundo se convierte en energía. Una mirada que te arde en el cuello, un aroma familiar que te recorre como una brisa, desde las puntas del pelo hasta la nuca. Un escalofrío.
Cada gesto es una conexión. Cada caricia un recuerdo. Las hojas caen amarillentas y resquebrajadas y a ti te nace una primavera, un brote de memoria en un suspiro.
Los momentos se acumulan, se retuercen, se reflejan. Las sensaciones mutan. Son lo que crees que sentiste visto desde el prisma del presente. Lo que recuerdas que fueron.
Tus dobleces se expanden, buscan respuestas a través de la historia. Buscan una razón de ser para seguir viviendo. Cada sonrisa y cada mueca se intercambian.
Las lágrimas que cayeron aún humedecen el rostro.
Ese pasado estúpido que se cree presente.
Tú siempre tendrás un nombre y un lugar. Estés donde estés. El peso de cada historia es diferente, independiente, incomparable.
Algunas personas están imantadas. Sus yemas son chispas, eléctricas, te erizan hasta los sueños. Vuelven y se van incluso sin estar presentes. Vagan en ese mar inmenso y se ahogan una y otra vez buscando al barquero.
Te dejan la sensación de un verano inacabado, un odio inmaduro, un amor incomprendido.
El ruido externo es sólo un excedente, como todos los extras de esta historia. Todos esos rostros y caras que importan lo que importa una flor del día.
Vertederos de (amor) recuerdos. Donde cada perla perdida es una descarga. Donde cada imagen escondida sigue siendo vivida, una y otra vez, como la sensación de unos labios conocidos.